viernes, 19 de noviembre de 2010

El trovador y la dama (fragmento)


Marcio Veloz Maggiolo
II Emilia, con paso breve, divisó el jardín de la casa poblado de buganvillas moradas, rojas y blancas. En tres años nada había cambiado. Un fuerte olor a charcos llenos de insectos desovando como antaño sus futuras crias, subía impulsado por la temperatura que el viento del sudeste empujaba, galopando como si se tratase de una manada de mulos. El rebuzno tempranero de los asnos desperezados se asimilaba al croar de los macos en los charcos. La luna, morada como un caimito, se desplomaba resbalosa y brillante hasta chocar con la cresta de la cordillera, desde donde rodaba hacia los arroyos llenando de reflejos ya opacos los caminos de Samaná.

Cuando Emilia descendió de la goleta con la poca ropa o “muda” que supuso usaría en la visita, Los niños de Juan Trident, –cortador de caña en los pequeños poblados en cuyos trapiches se elaboraba el azúcar prieto, la melaza, la raspadura y el papelón–, cargaban madrugadores baldes de guarapo que serían enviados a la ciudad capital en la misma goleta que retornaría a Santo Domingo en dos días, con carga de ñame, yahutía, plátanos verdes, y pan de batata, apreciado en la capital.

–Adiós doña Emilia, ¿algún recado para su general? Gritó sin malicia Fermín, viejo marino ya conocido por ella desde su infancia. La pregunta de Fermín, ojos verdes y manos corrugadas como de cartón estrujado , le sonó a burla y Emilia silenciosa negó con un gesto. Como una emperatriz del silencio de la selva que rodeaba la casa de su padre, llevaba en su bolso de cabuya tejido con flores secas, una botella de ron añejo de la marca Piloto, el que su progenitor acostumbraba a beber cumpliendo frente a los altares de la casa una especie de ritual nocturno donde quedaba incluido, como en un cuadro del pintor Juan Anadel, el ruido del mar. En el fondo de aquella misteriosa pintura donde bramaba el oleaje y se oían los gritos de las jovencitas violadas por los soldados de Napoleón en 1802, se presentía tras el tono oscuro del paisaje el rostro del que fuera su padrino, quien acostumbraba a pintar mar afuera, en una barca remada por Filomé Sampié, quien muriera junto a su amigo Anadel en un pleno y sorpresivo mar de fondo.

El cuadro, con una imagen de Napoleón Bonaparte mulato, mano en pecho y con cachimbo samanense, rodeado de mujeres y adolescentes, vino flotando a la playa como un pez herido por los aguijones de la brisa, y allí, sangrante, aleteó y quedó muerto hasta que le avisaron al viejo Soulastre que una imagen del jefe de los franceses de hace ya tiempo había venido por cuenta y voluntad propia a la playa también llamada Andel, y que pudo haber sido el último regalo del pintor nacido en los cenagosos puertos de La Martinica, a su amigo y compañero de parrandas.

Musie Soulastre llevó a su aposento la imgen de “Napoleón Náufrago”, como le llamara, y cuando se hubo secado envió el cuadro a París, donde antes de restaurarlo le aplicaron una dosis de respiración artificial boca a boca hasta que respiró, y mirando hacia los alrededores reconoció que aquel tampoco era su lugar de origen.

Brotaron lágrimas de sus ojos y el milagro atrajo a los pintores de la época, los que hubieran querido conocer personalmente a Juan Anadel. Cuando el Napoelón Náufrago fue restaurado y la ficha llegó con la obra, Musie Soulastre le puso altar, y encargó a la bruja Melanea Saints para que lo cuidara, le limpiara las legañas y diera brillo a sus tantas medallas e irrefrendables medallas.

En las noches el cuadro era acostado sobre la vieja cama matrimonial, junto a su dueño, luego de que Melanea le hiciera los rezos que corresponden a un conquistador de su ralea. La obra estuvo a punto de ser negociada cuando secretamente la Sociedad de Anticuarios de París pidió permiso al representante de Soulastre para colocar la misma en pública subasta.

Soulastre señaló que el Náufrago misericordioso que le acompañaba en las noches antes y después de la restauración, no era vendible porque dentro de aquel cuadro vivía su amigo Juan Anadel, quien desde el fondo marino debería estar observando las sombras de sus amigos y todo lo que pasaba en Samaná. Por tales razones había aparecido sin avisar y abandonado los fondos marinos de plúmbea humedad, y lento movimiento.

Napoleón Náufrago tenía la mirada de Musié Soulastre, lo que le complacia.

“Tiene mi mismo temperamento, si yo no fuera menos mulato me parecería a él, aunque el malvado, para mal o para bien, enviara aquí sus tropas para poner en cintura a tantos negros levantiscos”. Y era que Musié Soulastre descendía de francés con negra, y su madre fue de las primeras en inscribirse en los registros de afrachis que le pidieron a través de su marido blanco, las posesiones que a él le correspondía en los alrededores de Port Au Prince, y a ella en los lares de Samaná, por virtud de viejos terratenientes llegados de la villa de Puerto Plata cuando arribaron los grupos de canarios y recibieron tierras que luego pasaron a sus manos como mujer de servicio de dos campesinos de Lanzarote sin herederos, muertos de un ataque de misterio la misma noche en las celebraciones de la virgen de La Candelaria.

Al desmontarse del mulo que la trajo desde el desembarcadero a la casa, Emilia percibía cada vez más distante la oración del mar y en la bahía, el aleteo de los murciélagos frugíferos que planeaban y mordisqueban los nísperos y mangos maduros de la estancia, donde altos árboles de ilang despedían el penetrante perfume de la infancia como un volátil trozo de recuerdo, generando un salto mortal en la memoria.

En algo más de tres años en la capital no había perdido el recuerdo del perfume de los lirios del campo, diminutos y de suaves pétalos blancos. Respiró hondamente desechando la imagen de su marido y obligando con profundo respiro, a la tanda de olores campestres a meterse entre sus fosas nasales mulatas y anchas como la flor de la campana, como el capullo de la calabaza, ahuyama samanense cuya ensalada era del sabor de la tierra mojada, y cuyo color amarillo se lanzaba hacia la parte oscura del arcoiris denso de su boca forrada por la cáscara del níspero maduro.

Del mismo modo en el que los monteros que definían, en los altos de la sierra el olor de los animales cimarrones, Emilia ahora identificaba el de la flora que rodeaba su antigua casa de patio cercado por pitahayas, y amplios guayabales donde Melanea decía que venían los espíritus de los indios a comer el dulce corazón tan grato; al pájaro carpintero, inriri chauvial, nombre taíno que aún los campesinos usaban con el temor de que algún día vinieran en grandes bandadas y violaran a todas las señoritas del poblado, porque este pájaro maligno era como antes, malicioso, y las muchachas en tiempos de la maduración de los frutos, y en la época del “desarrollo” de sus cuerpos, cuando los senos apuntan y la caca de gallina se hace necesaria para el crecimiento de los pezones, se cubrían con pudor sus partes, y cubrían sus senos con gamuza y lona, para evitar el posible ataque del pájaro carpintero.

Se sabía que solo comiendo los huevos de la carpintera, el macho, que tenía una figa como pico, se alejaba de quienes había hecho la ingesta.

Cuando Emilia llegó a casa de su padre, era época de trepar las palmeras donde desovan la cigua y el carpintero.

Asaltar los nidos era nada fácil porque los carpinteros, en solidaridad con la cigua, única ave en el mundo con dos buches, atacaba con ferocidad a los que intentaban tomar los huevos de carpinteros, y los carpinteros atacaban igualmente a quienes confundiendo sus huevos con los de las ciguas, intentaban saquear equivocadamente los nidos.

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