Marcio Veloz Maggiolo
I (fragmentos)
La goleta llegó al puerto de Santiago de Cuba y la carta de Ramiro funcionó como el sésamo ábrete de los cuentos de hada. Llevaba en una bolsa de alistado, su chaquet para actos oficiales, dos camisas, dos liqui-liquis de lino que habría que plancharl y …debió de haber llevado tambièn su guitarra, la que echó de menos casi con làgrimas en el alma, ya en alta mar.
En tu corazón hueco va mi canto Flotando sobre el mar, Y en tu cintura obrera vive el sueño De volverte a tocar.
Porque tocarte en la melancolía Sé que no podré más Rosa y Rocío, mis amores juntos, En tu voz hablarán, Porque un día la bala traicionará Mi pecho rasgará En esos versos ya Eduardo proclamaba su muerte. Pero otra mujer, cancionera como él, entraría de lleno en su vida, y haría de su amor una antorcha dentro del fuego de noches ardientes, imposibles para algunos incrédulos.
Luego de haber publicado unos relatos sobre las guerras federalistas en una revista de Santiago de Cuba, recibíó la visita de la inspectoría para darle un tiempo prudente para la casi inmediata partida, pues la información de que había asesinado a un General y jefe de la cámara de diputados de su país lo convertía en un personaje en el cual no se podía confiar.
La muerte del general Bermúdez, ocurrida en 1878, pendìa sobre sus hombros. A los “coños” españoles no les deberìa importar una muerte lograda en un duelo, en buena lid. cuando en Caracas todo estaba olvidado y estàbamos cerca de 1881.
El cónsul español en Santiago de Cuba le avisó que su nombre estaba entre los exiliados buscados por no haber cumplido condena, y que en caso de una petición de este tipo no tendrìa otra alternativa que meterlo en el primer buque que saliese hacia algùn puerto de su paìs, porque ahora las relaciones hispano-venezolanas eran “de lo mejor”, gracias al sentido de colaboración de la corona con el general Guzmàn Blanco.
Scanlan hizo clara conciencia de que se le habia prodigado cierto respeto, porque salvo la escaramuza politica que en principio de llevó a la carcel, los subditos cubanos bajo España lo trataron con distinción. Un cabo parlanchin, le dijo cierta vez con sorna, General Scanlan mire a ver manera en la que puede salir de Cuba, porque cualquier dia puede amanecer bocarriba con plomo entre ceja y ceja.
Dos dìas después de su llegada a Santiago de Cuba, una mujer llamada Concha Velàsquez le llevò secretamene aquel paquete que contenía un revólver calibre treinta y ocho, y una bolsa con pesetas que, sacada del seno turgente y rosado como una manzana, puso en sus manos. Las palabras entre Concha Velázquez, mulata de manos perfiladas y labios coronados por una lìnea oscura de vellos finos, fueron directas.
“A lo mejor tendrá que defenderse, por aquí las cosas no andan bien desde que terminó la paz del Zanjón”.
Al escuchar aquella voz grave y de tonalidades tropicales, le pareciò entrar en uno de los parques andaluces que había recorrido en sus viajes a España; sintió el perfume de las granadas del parque de doña Elvira, y vio el chorro plateado de las fuentes enmarcando de luces los enamorados que paseaban con cierto dejo de timidez, como si cometieran pecados mortales con pensar en los desenlaces matrimoniales.
Los poemas de Gustavo Adolfo Bécquer habían llegado a América como contribución a las serenatas y al romanticismo tardío del cual formaba parte el propio Scanlan.
Observó a Concha, a la que cariñosamente terminaría llamado La Orisa y pensò, como copiando un Becquer que dictara con voz ya tuberculosa aquella rima de Blanca: Tu aliento es de las flores Tu voz es de los cisnes la armonía, Es tu mirada el esplendor del día Y el color de la rosa es tu color.
Tu prestas nueva vida y esperanza A un corazón para el amor ya muerto. Tu creces de mi vida en el desierto Como crece en el pàramo la flor.
Eduardo había pasado las noches en casa de Eladio Pichardo, un dominicano que habìa huìdo de Santo Domingo con las tropas españolas llegando a Cuba en 1865, y había quedado cojo en uno de los últimos combates en el sitio llamado El Tablazo, donde Luperón le perdonó la vida. Entonces se enteró de que otros héroes dominicanos que habìan luchado en las guerras de independencia contra Haití, entre 1844 y 1856, como don Juan Nepomuceno Ravelo y el general Puello, habían también venido a Cuba por su participación como soldados españoles. Eladio tenía una casa de huéspedes y se habìa olvidado de las guerras.
A pesar de la noticia proporcionada por él mismo, Scanlan no le dio mucha importancia. Era un viejo soldado vencido por la vida y por la artritis.
De esos conociò muchos en Venezuela, primero estuvieron con el libertador y luego apoyaron la dictadura de Pàez.
-Memorias te manda Ramiro, quiere que te vayas cuanto antes, le dijo Concha.
Ha enviado una nota a tus viejos amigos de Azua de Compostela, donde estuviste cuando eras muy joven. Dice que alli está Tomás Ignacio Potentini, tu amigo de infancia.
Sorprendido por el mensaje de aquella mujer de bronce y laca transparente, de ojos verdes, raros como un espejo marino, Eduardo Scanlan silenciosamente dejó caer desde sus labios malhumorados un “no” rotundo.
“Me iré cuando quiera”, musitó. “Nadie me trazara rutas”.
I (fragmentos)
La goleta llegó al puerto de Santiago de Cuba y la carta de Ramiro funcionó como el sésamo ábrete de los cuentos de hada. Llevaba en una bolsa de alistado, su chaquet para actos oficiales, dos camisas, dos liqui-liquis de lino que habría que plancharl y …debió de haber llevado tambièn su guitarra, la que echó de menos casi con làgrimas en el alma, ya en alta mar.
En tu corazón hueco va mi canto Flotando sobre el mar, Y en tu cintura obrera vive el sueño De volverte a tocar.
Porque tocarte en la melancolía Sé que no podré más Rosa y Rocío, mis amores juntos, En tu voz hablarán, Porque un día la bala traicionará Mi pecho rasgará En esos versos ya Eduardo proclamaba su muerte. Pero otra mujer, cancionera como él, entraría de lleno en su vida, y haría de su amor una antorcha dentro del fuego de noches ardientes, imposibles para algunos incrédulos.
Luego de haber publicado unos relatos sobre las guerras federalistas en una revista de Santiago de Cuba, recibíó la visita de la inspectoría para darle un tiempo prudente para la casi inmediata partida, pues la información de que había asesinado a un General y jefe de la cámara de diputados de su país lo convertía en un personaje en el cual no se podía confiar.
La muerte del general Bermúdez, ocurrida en 1878, pendìa sobre sus hombros. A los “coños” españoles no les deberìa importar una muerte lograda en un duelo, en buena lid. cuando en Caracas todo estaba olvidado y estàbamos cerca de 1881.
El cónsul español en Santiago de Cuba le avisó que su nombre estaba entre los exiliados buscados por no haber cumplido condena, y que en caso de una petición de este tipo no tendrìa otra alternativa que meterlo en el primer buque que saliese hacia algùn puerto de su paìs, porque ahora las relaciones hispano-venezolanas eran “de lo mejor”, gracias al sentido de colaboración de la corona con el general Guzmàn Blanco.
Scanlan hizo clara conciencia de que se le habia prodigado cierto respeto, porque salvo la escaramuza politica que en principio de llevó a la carcel, los subditos cubanos bajo España lo trataron con distinción. Un cabo parlanchin, le dijo cierta vez con sorna, General Scanlan mire a ver manera en la que puede salir de Cuba, porque cualquier dia puede amanecer bocarriba con plomo entre ceja y ceja.
Dos dìas después de su llegada a Santiago de Cuba, una mujer llamada Concha Velàsquez le llevò secretamene aquel paquete que contenía un revólver calibre treinta y ocho, y una bolsa con pesetas que, sacada del seno turgente y rosado como una manzana, puso en sus manos. Las palabras entre Concha Velázquez, mulata de manos perfiladas y labios coronados por una lìnea oscura de vellos finos, fueron directas.
“A lo mejor tendrá que defenderse, por aquí las cosas no andan bien desde que terminó la paz del Zanjón”.
Al escuchar aquella voz grave y de tonalidades tropicales, le pareciò entrar en uno de los parques andaluces que había recorrido en sus viajes a España; sintió el perfume de las granadas del parque de doña Elvira, y vio el chorro plateado de las fuentes enmarcando de luces los enamorados que paseaban con cierto dejo de timidez, como si cometieran pecados mortales con pensar en los desenlaces matrimoniales.
Los poemas de Gustavo Adolfo Bécquer habían llegado a América como contribución a las serenatas y al romanticismo tardío del cual formaba parte el propio Scanlan.
Observó a Concha, a la que cariñosamente terminaría llamado La Orisa y pensò, como copiando un Becquer que dictara con voz ya tuberculosa aquella rima de Blanca: Tu aliento es de las flores Tu voz es de los cisnes la armonía, Es tu mirada el esplendor del día Y el color de la rosa es tu color.
Tu prestas nueva vida y esperanza A un corazón para el amor ya muerto. Tu creces de mi vida en el desierto Como crece en el pàramo la flor.
Eduardo había pasado las noches en casa de Eladio Pichardo, un dominicano que habìa huìdo de Santo Domingo con las tropas españolas llegando a Cuba en 1865, y había quedado cojo en uno de los últimos combates en el sitio llamado El Tablazo, donde Luperón le perdonó la vida. Entonces se enteró de que otros héroes dominicanos que habìan luchado en las guerras de independencia contra Haití, entre 1844 y 1856, como don Juan Nepomuceno Ravelo y el general Puello, habían también venido a Cuba por su participación como soldados españoles. Eladio tenía una casa de huéspedes y se habìa olvidado de las guerras.
A pesar de la noticia proporcionada por él mismo, Scanlan no le dio mucha importancia. Era un viejo soldado vencido por la vida y por la artritis.
De esos conociò muchos en Venezuela, primero estuvieron con el libertador y luego apoyaron la dictadura de Pàez.
-Memorias te manda Ramiro, quiere que te vayas cuanto antes, le dijo Concha.
Ha enviado una nota a tus viejos amigos de Azua de Compostela, donde estuviste cuando eras muy joven. Dice que alli está Tomás Ignacio Potentini, tu amigo de infancia.
Sorprendido por el mensaje de aquella mujer de bronce y laca transparente, de ojos verdes, raros como un espejo marino, Eduardo Scanlan silenciosamente dejó caer desde sus labios malhumorados un “no” rotundo.
“Me iré cuando quiera”, musitó. “Nadie me trazara rutas”.
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